Se podía escuchar la música a todo volumen mientras las parejas bailaban en la casa, entre risas y bebidas alcohólicas. Carlos, de solo nueve años, miró a su madre y tomó una cerveza. Ella se rió y siguió bailando.
Carlos comenzó a beber cada vez más seguido. Sus padres ni lo notaban o no les importaba. No pasó mucho tiempo antes de que Carlos dependiera del alcohol para enfrentar el día. En ocasiones, hasta solía colocar una bebida alcohólica en un envase de refrescos o le pedía a un amigo mayor que se la comprara. Antes de los diez años, Carlos se había vuelto alcohólico.
Una nueva experiencia
Una mujer adventista coordinaba un programa comunitario patrocinado por el Gobierno dedicado especialmente a los niños desamparados del vecindario de Carlos. Cuando vio a Carlos, la señora lo invitó a asistir a las reuniones del Club de Conquistadores de la iglesia. “Me parece bien”, dijo Carlos.
Cuando el muchachito ingresó al salón de actividades de la iglesia, se vio rodeado por niños de su edad. Los niños estaban muy felices. Carlos los escuchó mientras cantaban, y los observó mientras practicaban marchas y estudiaban la naturaleza. Los niños lo invitaron a participar con ellos en algunos campamentos, y él aceptó gustoso. Cuando los Conquistadores comenzaron a estudiar acerca de los principios de salud, Carlos se dio cuenta del daño que le estaba causando su adicción al alcohol. Aunque no le resultó fácil, dejó de beber.
Sus padres se habían separado, y ninguno de los dos le prestó mucha atención al interés de Carlos en los Conquistadores. Se alegraron, sin embargo, de que hubiera encontrado una actividad que le gustaba. Cuando tomó la decisión de bautizarse, Calos se preguntó si alguno de sus padres asistiría a la ceremonia. Pero ninguno de los dos estuvo presente en su bautismo.
Problemas en casa
A pesar de ello, cuando la nueva vida de Carlos tuvo un impacto sobre la de sus padres, comenzaron los problemas. Después de la escuela, Carlos solía vender helados, para ayudar a su madre a cubrir los gastos. Pero su madre no podía entender por qué el muchacho rehusaba trabajar los sábados. El le explicó que no tenía problemas en trabajar otros días, pero que no lo haría en viernes de noche o sábado. Después de un tiempo, ella finalmente aceptó que Carlos obedeciera el mandamiento de Dios y no trabajara los sábados.
No obstante, surgieron otros temas que produjeron conflictos entre ellos y, cierto día, su madre finalmente le dijo que se fuera de la casa. Dios, ¿qué puedo hacer?, se preguntaba Carlos. Se sentía indefenso, y pensaba qué sería de él si tenía que vivir en la calle.
Carlos les pidió a sus abuelos que le permitieran vivir con ellos. Comenzó a trabajar durante el día y a estudiar por las noches. Pero ellos tampoco entendían sus convicciones religiosas, que creyeron que eran muy extrañas. Cuando sus clases se extendían después de hora, sus abuelos lo acusaban de que andaba de juerga con sus amigos. Cierta noche, cuando Carlos regresó a la casa de sus abuelos después de las once de la noche, su abuelo lo estaba esperando en la puerta.
—¿Dónde has andado? ¿Qué has estado haciendo?
—le gritó, esperando una respuesta. El anciano no podía ocultar el enojo.
—He estado en la escuela –le explicó Carlos.
Pero el abuelo no le creyó, y le ordenó que abandonara la casa. Mientras Carlos empacaba sus pocas pertenencias, no podía dejar de preguntarse adonde iría ahora.
Un nuevo futuro
Una señora de la iglesia se enteró de su historia y le ofreció quedarse a vivir con su familia. Carlos aceptó agradecido. Cierto día, mientras los dos estaban sentados conversando, el muchacho le contó su sueño de asistir a una institución adventista para terminar sus estudios secundarios.
—Tal vez haya una manera de que puedas estudiar —le dijo.
Carlos sonrió, agradecido. Más tarde, la mujer habló con el pastor, que aceptó tratar de conseguirle una beca a Carlos para que pudiera ir al Instituto Adventista Brasil Central. Cuando Carlos se enteró de que el instituto lo había aceptado, sintió una alegría que jamás había sentido antes. La gente se interesaba en él; había otros que querían que él tuviera éxito en la vida.
Carlos está asistiendo al Instituto Adventista Brasil Central. “Veo muchos cambios en mi vida –dice con una sonrisa— Estoy creciendo no solo intelectual y físicamente, sino también en mi vida espiritual. Los profesores me apoyan mucho, y lo mismo sucede con el encargado de la residencia de varones y mis compa- ñeros de clase. Todos ellos me animan cuando tengo tentaciones; hablan y oran conmigo cuando necesito ayuda. Me ayudan a fortalecerme en la fe. Puede que no tenga una familia biológica, pero tengo una familia de la fe en mi escuela. Ellos me están ayudando a ver más allá de mi pasado y a entender que Dios tiene grandes sueños para mí, sueños que yo jamás podría haber imaginado. Dios sostiene todo el mundo en sus manos, ¡y eso me incluye a mí!”
Instituto Adventista Brasil Central
El Instituto Adventista Brasil Central cuenta con más de cuatrocientos estudiantes. Casi trescientos de ellos viven en las residencias estudiantiles, y la mitad de ellos no proviene de hogares adventista. La institución toma muy en serio la misión que Dios les ha dado de alcanzar a esos alumnos mientras están estudiando allí.
La institución cuenta con un programa misionero muy activo que involucra a jóvenes de la región. Los estudiantes del instituto dedican varias semanas cada verano para trabajar en una zona del Brasil donde la presencia adventista es nula o escasa. Otros se preparan para dedicar diez meses al servicio misionero en algún lugar del país.
A pesar de ello, el corazón de cualquier institución adventista es su templo, y el Instituto Adventista Brasil Central aún no cuenta con uno. Parte de la ofrenda del decimotercer sábado de este trimestre ayudará a construir un templo que permita que los estudiantes y los miembros de la comunidad se reúnan para adorar a